El inexorable paso del tiempo

Se podría llegar a pensar que la naturaleza, al menos en la limitada escala temporal humana, es constante, inalterable. Que los cambios irreversibles, más allá de aquellos cíclicos estacionales o diarios en la nivación, el follaje o las mareas, o los provocados por lo que se podrían denominar eventos catastróficos —tales como inundaciones, erupciones volcánicas o incendios, por citar algunos— se producen a una velocidad tan lenta que se hacen inapreciables para un observador humano. Nada más lejos de la realidad. Todo aquel que haya frecuentado un espacio natural a lo largo de algunos años ha podido observar, a poco que se haya esforzado, cambios evidentes a su alrededor. Sin duda, existen lugares más dinámicos que otros, en los que estos cambios son muy rápidos, lugares en los que la erosión es muy activa, o zonas donde el desarrollo de la vegetación es muy vigoroso. Pero en muchos otros no se tiene la percepción de que sean entornos cambiantes. El paisaje se idealiza como inmutable y, sin embargo, el cambio se produce. Este es también el caso de los bosques maduros.

Siendo los árboles seres de elevada longevidad —un haya puede superar los 200 años de vida, un roble los 500— su desarrollo y madurez es muy lenta, si exceptuamos el rápido crecimiento durante las primeras décadas de vida, en un árbol maduro son necesarios unos cuantos años para que apreciar cambios significativos en su tamaño. No así en su muerte. Esta puede llegar lentamente en caso de que el ejemplar sea vencido por parásitos, hongos o enfermedades, pero también puede acontecer de forma súbita. Una tormenta o un vendaval pueden tumbarlos, un rayo quemarlos, o, sencillamente, un tronco debilitado por hongos puede ceder ante una brisa o por su propio peso. En estos casos, el final de la vida del árbol llega en un instante.

Durante los últimos 3 años he estado fotografiando de forma asidua un hayedo local. Acercarme al bosque con la cámara me exige concentración en el paisaje, en los elementos visuales que lo conforman, especialmente en los árboles. Es un ejercicio de concentración total, que habitualmente desarrollo en la intimidad que brinda la soledad, ya que la presencia de otros seres humanos en el bosque me distrae. Es una actividad que encuentro extraordinariamente gratificante, durante la cual dejo atrás todas las preocupaciones y pensamientos cotidianos y todo mi ser, toda mi energía, se canaliza en el difícil ejercicio de establecer un orden en el caótico espacio visual que es un bosque. En este sentido, al menos para mí, sumergirme solo en la naturaleza con intenciones fotográficas me brinda la oportunidad de vivir experiencias más profundas e inmersivas que cuando solamente voy a hacer una travesía, ascender a una cumbre o, sencillamente, dar un paseo.

Estas visitas recurrentes me han permitido establecer una relación especial, íntima diría yo, no solo con el bosque en su conjunto, sino también con algunos de los árboles que lo componen. Al observarlos detenidamente desde diferentes ángulos y en diferentes estaciones en busca de una imagen, sus formas se han grabado en mi retina. Su personalidad, si se me permite la licencia, me ha dejado huella. El del tronco retorcido zigzagueante, el centenario en candelabro, el manco, el que está totalmente cubierto de musgo y helechos, el adolescente de infancia difícil… Todos son individuos perfectamente reconocibles para mí. Son seres hermosos plenamente integrados en su medio que, a pesar de verse castigados por los elementos y asediados por insectos y hongos, resisten estoicamente en pie, en el preciso lugar donde nacieron, década tras década. Son admirables. Ojalá nuestra arrogancia e ignorancia, propia de los modernos humanos alejados de la naturaleza, no nos impidiera integrarnos en el medio natural del que surgimos y del que dependemos. Si hiciéramos como ellos, no me cabe duda de que muchos de los problemas medioambientales actuales, que nosotros mismos hemos originado, serían menos graves.

Por eso cada vez que observo uno de esos gigantes en el suelo, cuando en nuestro anterior encuentro permanecía erguido imponente, me conmuevo. Pero no siento tristeza, pues su muerte, como la de cualquier otro ser vivo, no es más que un breve episodio del gran drama de la vida. El ecosistema del bosque, como cualquier otro, necesita de la muerte para que la vida prosiga. En la compleja comunidad que constituye un bosque, los cadáveres de los árboles cumplen una importante función. Pero sí siento nostalgia, del tiempo pasado, de las veces que lo fotografié y de que, en adelante, ya no podré volver a fotografiarlo erguido y solo podré continuar fotografiándolo mientras cede al suelo del bosque la sustancia de la que está hecho. También siento el privilegio de haberlo admirado en los últimos años de su vida y, con suerte, de haberlo registrado con mi cámara, permitiendo a otros humanos sensibles que admiren su belleza pasada. Pero también su recuerdo fotográfico se extinguirá, cuando los archivos digitales se corrompan y las copias impresas languidezcan. Para entonces, si nosotros, humanos arrogantes, no lo hemos impedido, sus hijos y sus nietos se erguirán firmes en el mismo lugar del bosque, perpetuando la memoria de sus ancestros, testigos silenciosos del inexorable paso del tiempo.

Las fotografías de la composición mostrada abajo fueron tomadas con dos años de diferencia, en la primera (2022), el haya de la derecha aún estaba en pie, en la segunda (2024) me la encontré con el tronco roto, la parte inferior aun enraizada y la superior en el fondo del valle. En algún momento del invierno 2023-2024 sucumbió al inexorable paso del tiempo. En esos dos años, en el mismo bosque, cayeron al menos 4 hayas de gran porte que había fotografiado anteriormente, algunas de ellas en composiciones que me habría gustado repetir en condiciones estacionales o meteorológicas diferentes. Lamentablemente esas fotografías ya nunca podrán existir. Las fotografías que conseguí tomar se han transformado, con los años, en instantáneas de la vida del bosque, escenas que han adquirido una dimensión de exclusividad que nunca me habría imaginado cuando apreté el botón del obturador.

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Un pensamiento sobre El inexorable paso del tiempo

  1. Alberto, tengo claro que tus fotografías nos transportan con imágenes a esos lugares de ensueño, pero tus reflexiones escritas no desmerecen a la hora de remover la conciencia.

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