La conexión emocional con la naturaleza

La conexión emocional con la naturaleza en un bosque.

Para mí, la fotografía de naturaleza no consiste solamente en obtener imágenes técnicamente excelentes, bellas o espectaculares. Consiste, sobre todo, en establecer una conexión emocional entre la naturaleza y el espectador a través de una fotografía. Persigo despertar en el espectador las emociones que experimenté en la montaña cuando decidí realizar la fotografía. Dentro de este concepto, me incluyo, como no, en la definición de espectador, ya que indefectiblemente soy el primer espectador de mis propias fotografías.

Para poder transmitir esas emociones, en primer lugar, hay que sentirlas. Antes de apretar el botón de la cámara debo establecer esa conexión emocional con la escena. Y esa conexión no siempre se establece de forma fácil o rápida. Al contrario, al menos en mi caso, conectar con el paisaje requiere un conocimiento profundo del territorio que no surge en el acto. En cierto sentido conectar emocionalmente con el territorio se asemeja a establecer una relación con una persona: aunque indudablemente hay amores a primera vista, las relaciones sólidas y profundas se construyen a lo largo de años, a medida que se conocen las virtudes y los defectos del otro. No es, por lo tanto, casualidad que el contacto repetido con un territorio me permita obtener fotografías con mayor capacidad emotiva. Esto se produce no solo por un mejor conocimiento de los elementos presentes en el paisaje, y sus relaciones visuales, o por poder predecir la calidad de la luz en una zona y momento determinado, sino porque con la repetición se establece primero, y se afianza después, ese vínculo emocional con el territorio. Con los meses y los años, las rocas, los árboles, los arbustos y los ríos pasan a adquirir el estatus de viejos amigos. Pasan a ser algo de tu propio ser.

En un paralelismo con la visita a un museo, cuando accedemos por primera vez e intentamos la ímproba tarea de recorrerlo en unas horas, incluso si preparamos un plan de visita, seleccionando las obras que más nos interesan, o vamos acompañados de un guía, pronto nos damos cuenta de que la atención inicial con la que admirábamos las primeras obras decae a medida que pasan los minutos y nuestra mirada se satura recorriendo obra tras obra. Llegado un momento, nuestra atención de debilita hasta el punto de ignorar obras con las que, de otro modo, habríamos sin duda disfrutado enormemente. Pues algo parecido ocurre con la fotografía de naturaleza. Cuando nos enfrentamos a un enclave determinado por primera vez, solo percibimos o apreciamos una parte de la belleza que allí existe. El paisaje, grande o íntimo, no se manifiesta en su totalidad.

Por eso me resulta tan difícil obtener fotografías satisfactorias a primera vista, como en viajes de corta duración o en las primeras veces que accedo a una zona desconocida. El contacto es tan efímero, que la relación con el paisaje es superficial. Miro, pero no veo. En el anterior paralelismo del museo, es como si nos limitáramos a visitar el Louvre para ver fugazmente desde lejos la Gioconda entre una horda de turistas como nosotros, mientras que ignoramos la mayor parte de la belleza que se encuentra en los pasillos y las salas por los que llegamos hasta ella. En estas condiciones, cuando nos adentramos a fotografiar el gran museo que la naturaleza es, resulta fácil volver a casa con la repetición de fotografías que ya vimos realizadas por otros. El valor de viajar para fotografiar lo que otros hicieron antes es para mí, aunque estas fotografías lleven mi propio toque personal, muy limitado.

Esa conexión requiere tiempo, en ocasiones necesito años de intimar con el paisaje para conectar con él. Esto es anacrónico y va en dirección diametralmente opuesta de la velocidad y la inmediatez de los tiempos actuales, paradigma de lo cual es Instagram, con su catarata perpetua de imágenes efímeras. Cedric Wright (1889-1959), mentor y amigo de Ansel Adams, afirmaba en 1941, a propósito de esta conexión emocional que “La calidad del conocimiento emocional [de la naturaleza] tiene una integración más fina con nuestro espíritu que todo lo que procede de procesos intelectuales estériles. Este punto de vista sólo se acumula lentamente, a partir de una larga experiencia y del contacto con influencias en las que no existen las palabras. El sistema de raíces de este tipo de conciencia, se desarrolla bajo el hechizo de la soledad y de la belleza natural”.

Galen Rowell (1940-2002) fue uno de los grandes fotógrafos de montaña del último cuarto del siglo XX, y él mismo fue un gran valedor de esa conexión emocional. En su libro más significativo “Mountain Light”, publicado en 1986, afirmó: "Al nivel más básico, todos los fotógrafos intentan hacer lo mismo: crear imágenes que conserven sus experiencias visuales más profundamente sentidas". Resulta triste observar como la obra de un fotógrafo de montaña tan influyente como Rowell se desvanece en el tiempo a penas un cuarto de siglo después de su muerte. Su galería en Bishop, California y su web ya no existen. La mayor parte de su huella online ha desaparecido y muchos de sus libros ya solo pueden adquirirse de segunda mano. De nuevo, lo efímero de la vida se pone de manifiesto de una forma, si cabe, más acelerada que nunca en la historia de la humanidad. Sus fotos, sin embargo, nos seguirán emocionando durante décadas, porque él fue capaz de conectar emocionalmente con la montaña.

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