Una nevada tardía, tanto que ni siquiera cayó en el invierno astronómico. Posiblemente la última oportunidad de la temporada para pasear por un bosque de montaña nevado y, en esta ocasión, en unas condiciones muy hermosas. Con la nieve cubriéndolo todo, y a pesar de la niebla, la luz que se filtraba obligaba a entrecerrar los ojos. En esas condiciones, el pequeño mundo del hayedo se tornó blanco. Un mundo singular, con una aparente monocromía, en la que los colores desaparecieron de todos los lugares. Bueno, de todos no.
Entre los ejemplares de mediana edad que componían el grueso del bosque destacaba un haya madura, encaramada en una ladera rocosa a los pies de un peñón. Baqueteada por una dura vida en la cordillera, a 1500 m sobre el Cantábrico, su cuerpo mostraba las heridas y cicatrices de años de lucha por la supervivencia en un entorno inclemente. Su tronco y ramas principales estaban cubiertas por uno o dos centímetros de nieve, sus ramas finas blancas por la cencellada. Sin embargo, las hojas marcescentes de una rama, recuerdo de un otoño ya lejano, exhibían unos colores ocres que ponían la única nota de color a la monotonía del blanco y del gris.
La marcescencia es un fenómeno por el cual algunos árboles caducifolios retienen sus hojas en las ramas durante todo el invierno. Hay varias teorías para explicarlo. Al retener las hojas, el árbol podría proteger las ramas y los brotes del ramoneo de los herbívoros de mayor tamaño, ya que las hojas secas tienen poco valor nutritivo y (supuestamente) tienen mal sabor. También se especula con que, al desprenderse de las hojas en primavera, el árbol libera al suelo los nutrientes que contienen justo cuando más los necesita. Ya que, de otro modo, podrían ser arrastrados por las escorrentías del invierno. Sea cual sea su origen, el fenómeno se observa en los hayedos cantábricos, particularmente en ejemplares juveniles o en las ramas a baja altura. De muestra, un botón.
Datos técnicos: Canon EOS R5, RF 24-105 f4 L
Galería Bosques y arroyos de montaña.